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Etapa crítica y silenciosa

El arte del avellano: interpretar la fisiología para decidir con precisión

Durante el invierno, cuando todo parece inmóvil, el avellano europeo ya comienza a definir su destino productivo. En pleno letargo vegetativo, las flores femeninas se anticipan al movimiento: emergen discretamente con sus estigmas expuestos al frío, esperando el polen que desencadenará —en silencio— una cadena de procesos fisiológicos que se extenderán por meses. Este cruce, aparentemente simple, es el punto de partida de una temporada entera y condensa el verdadero potencial de cada planta, de cada eje, de cada lateral.

22 de Septiembre 2025 LUCAS RETAMAL BUCAREY, FUNDADOR DE AVELLANOS MAULE
El arte del avellano: interpretar la fisiología para decidir con precisión

Cada flor femenina alberga múltiples estigmas, y en cada uno reside la posibilidad de convertirse en una avellana.

Así, nuestro desafío como técnicos y productores no es solo observar la carga floral, sino transformarla estratégicamente en carga frutal. A partir de una nutrición bien planificada, bioestimulación dirigida y manejo eficiente del estrés ambiental, podemos pasar de una avellana por flor a más, elevando el rendimiento por hectárea y optimizando la expresión fisiológica del cultivo.

En esta etapa crítica y silenciosa se comienza a escribir el desenlace de la temporada: en lo pequeño, está la grandeza.

Lucas Retamal Bucarey.

Lo particular —y fascinante— del avellano europeo es que nada ocurre de forma simultánea. Desde el inicio de la temporada, el cultivo revela su naturaleza asincrónica: flores femeninas tempranas, intermedias y tardías conviven en un mismo árbol, desfasadas en tiempo, pero complementarias en función. Las brotaciones no avanzan al unísono; la cuaja es progresiva y fragmentada; el llenado de fruto, desigual. Incluso procesos más profundos, como la inducción floral, la diferenciación de estructuras reproductivas o la caída fisiológica, siguen este patrón de desarrollo escalonado. 

Sin embargo, cada uno de estos procesos alcanza en algún momento su peak fisiológico, su punto de máxima expresión. Las flores, por ejemplo, atraviesan un periodo de receptividad que, aunque variable entre estructuras, debe ser comprendido y acompañado con precisión.

Los frutos, por su parte, experimentan una fase crítica de llenado y endurecimiento de cáscara, que no ocurre de forma pareja entre individuos ni dentro de un mismo cuartel.

Y hacia el final, la caída natural del fruto cierra el ciclo, reflejando con claridad su origen: flores tempranas,
intermedias y tardías que marcaron el ritmo desde el principio.

Este compás escalonado, casi orquestal, se repite con precisión natural en cada etapa fenológica, dividiendo el ciclo en tres fases bien marcadas, cada una con duraciones de entre 30 y 45 días. Esta dinámica exige observar con atención, decidir con inteligencia y ejecutar con sensibilidad fisiológica.

No basta con aplicar insumos o seguir recetas generales: se trata de leer el huerto, comprender su asincronía intrínseca y acompañar con manejo estratégico cada momento clave. En el avellano europeo, la eficiencia no se mide solo en kilos por hectárea, sino en la capacidad de interpretar y responder a su complejidad biológica.

Por eso, cuando hablamos de bioestimulación foliar, no tiene sentido centrarse en fechas fijas o calendarios rígidos. Lo verdaderamente relevante es identificar los momentos fisiológicos, esos instantes precisos en los que el árbol expresa una necesidad biológica concreta: iniciar brotación, inducir floración, sostener la cuaja o fortalecer el llenado.

Cada huerto, cada temporada y cada condición climática impone su propio ritmo, y obliga a abandonar recetas genéricas para abrazar la interpretación técnica en terreno.

Este enfoque representa un verdadero desafío. Porque exige más que conocimiento: requiere sensibilidad,
lectura fisiológica y capacidad de anticipación. Hay que estar atentos a lo que el árbol muestra —y también a lo que aún no muestra—, sabiendo que el éxito radica en posicionarse en el punto exacto donde ocurre
la diferencia.

Agrupación de flores femeninas receptivas, localidad de Retiro, Región del Maule.

Ese momento crítico en que un estímulo adecuado puede traducirse en más frutos, mejor calibre, mayor uniformidad y eficiencia fisiológica. La diferencia no está en la fecha del calendario, sino en la precisión del criterio.

Al comienzo de la primavera, el avellano europeo brota con fuerza, desplegando hojas, flores y sierpes. Pero ese vigor no proviene aún del suelo. La temperatura radicular sigue siendo baja, lo que limita la actividad microbiana y la absorción efectiva de nutrientes.

La brotación inicial se sostiene, casi exclusivamente, gracias a las reservas acumuladas durante la postcosecha anterior, cuando el árbol aprovechó su último flash radicular para acumular reservas, expresadas principalmente en argininas, almidones y otros compuestos, almacenados en los tejidos de reserva como raíces, yemas y madera estructural.

Es en esa etapa clave —finales del verano e inicios del otoño— donde se decide gran parte del desempeño del año siguiente. Si durante ese periodo se trabajó con una fertilización estratégica, con cargas relevantes de potasio y magnesio, junto con una dosis ajustada de nitrógeno para sostener la síntesis de aminoácidos como la arginina; si se incorporaron estructuradores y floculadores del suelo, microorganismos eficientes, aminoácidos tipo carrier y potenciadores fisiológicos, entonces es muy probable que el árbol haya logrado entrar a la dormancia en óptimas condiciones.

El resultado se ve ahora: una brotación más homogénea, potente, con expresión foliar y floral activa. Eso sí,
hijuelos o sierpes deben eliminarse o mantenerse estrictamente controladas, ya que representan un drenaje significativo de reservas y energía justo en el momento en que el árbol más las necesita para impulsar su estructura productiva principal.

Cuando la fisiología ha sido correctamente acompañada desde el año anterior, el árbol no solo despierta: despierta con potencia. Y tras una temporada productiva como la recién pasada, eso es justamente lo que todos los productores desean repetir.

Ciclo fisiológico y fenológico del avellano europeo – Ing. Agr. Claudia Garrido.

NO HAY BUEN PIE INICIAL SIN UN BUEN CIERRE

La brotación primaveral no es un punto de partida, sino la continuación de un proceso cuidadosamente construido desde la postcosecha. Todo lo que el árbol logra expresar al inicio de temporada —en fuerza, uniformidad y potencial reproductivo— depende de cómo cerró el ciclo anterior. Sin un manejo nutricional inteligente, orientado a la acumulación de reservas y estructuración fisiológica, simplemente no hay cimientos sólidos sobre los cuales brotar con vigor.

En el ciclo del avellano europeo, los pulgones representan una amenaza silenciosa, especialmente al inicio de la temporada. Las condiciones de brotación —con tejidos tiernos, crecimiento activo y bajas temperaturas radiculares— crean un entorno propicio para su establecimiento temprano. Su daño no se limita a la succión de savia: comprometen el desarrollo de brotes nuevos y, en consecuencia, afectan la arquitectura vegetativa, la efi-
ciencia fotosintética y la dinámica hormonal del árbol. 

Este problema es especialmente crítico si se considera que, en esta etapa, el cultivo depende exclusivamente de sus reservas acumuladas para activar la estructura aérea. Si la estructura foliar es afectada, se reduce la capacidad de síntesis de carbohidratos y se debilita la base fisiológica sobre la cual se construye el resto del ciclo.

Por eso, si vamos a trabajar con promotores del desarrollo vegetal, hormonales o de soporte nutricional, es indispensable que la planta tenga sus hojas sanas y funcionales desde el primer momento. El monitoreo constante y la aplicación oportuna de insecticidas selectivos en etapas tempranas permiten preservar esta estructura clave sin comprometer la fisiología.

Cambio estructural de un glomérulo en primeros indicios de brotación.

Dependiendo del manejo, es posible que la plaga reaparezca durante o después de la cosecha, cuando el control se vuelve más complejo. De ahí la importancia de actuar con anticipación: al comienzo, donde sí
tenemos control.

Por eso, es clave posicionar los insecticidas con precisión fenológica, combinándolos con bioestimulantes para lograr en una sola aplicación múltiples propósitos: mantener el fruto sin daño de plagas, proteger el tejido vegetativo de ataques foliares, prevenir enfermedades de madera, y al mismo tiempo sostener la estimulación fisiológica y el desarrollo del árbol.

No se trata de mezclar productos al azar. Se trata de entender la fisiología del árbol, priorizar objetivos agronómicos claros y posicionar cada insumo donde tiene mayor impacto. Esa es la base de un manejo foliar eficiente y sostenible Es en este contexto donde la estrategia bioactiva foliar comienza a ganar protagonismo real en el manejo del avellano europeo.

Sin embargo, cada aplicación implica un costo — económico, operativo y fisiológico—, por lo tanto, no se trata de aplicar más, sino de aplicar con sentido.

Cada intervención foliar debe tener un propósito claro, un momento fisiológico bien identificado y condiciones que aseguren su efectividad. La creciente demanda técnica del cultivo obliga a ser más selectivos y estratégicos: qué aplicar, cuándo, para qué y en qué condiciones.

Monitoreo de pulgones a inicios de brotación.

LA EFICIENCIA ESTÁ EN LA PRECISIÓN, NO EN LA CANTIDAD

Aplicar con sentido significa observar, interpretar y decidir con criterio técnico, entendiendo el momento fisiológico exacto y las necesidades reales del árbol. Solo así, la bioestimulación deja de ser una moda o un gasto, y se transforma en una herramienta estratégica: capaz de potenciar los puntos críticos del ciclo, mejorar la eficiencia fisiológica y traducirse en resultados concretos en producción y calidad.

Desde los primeros movimientos primaverales, el boro y el zinc han sido aliados fundamentales en el éxito reproductivo del avellano europeo. Desde hace años, forman parte habitual de los programas de manejo
de los productores, y con razón. Ambos micronutrientes cumplen funciones clave durante la floración y la
fecundación, etapas críticas donde se define parte del potencial de cosecha.

El boro participa activamente en la integridad del estigma, la germinación del grano de polen y, especialmente, en la elongación del tubo polínico, permitiendo que el mensaje genético del polen recorra el estilo y alcance el óvulo. El zinc, en tanto, interviene en la síntesis de auxinas, regula procesos enzimáticos esenciales para la división celular y la formación de tejidos embrionarios, y contribuye al mantenimiento estructural de la pared celular del tubo polínico.

Desarrollo floral junto con el avance de brotación.

Ambos nutrientes aseguran que la fecundación no sea solo un evento simbólico, sino un proceso fisiológico efectivo. Pero para que esto ocurra, el polen debe ser viable: debe contar con reservas energéticas, una adecuada concentración hormonal —particularmente auxinas, esenciales para el desarrollo embrionario— y una estructura funcional que le permita completar su recorrido y activar la formación del fruto.

Las auxinas juegan un rol silencioso pero determinante en la fecundación del avellano europeo. Su presencia es clave para que el proceso avance con normalidad. Aplicadas en dosis fisiológicas y en el momento preciso, las auxinas exógenas permiten reforzar la señal hormonal que sostiene la división celular inicial, la retención del fruto en formación y el desarrollo del ovario fecundado.

Ahora bien, su eficacia no depende solo del producto, sino de cómo se posiciona dentro del contexto fisiológico del árbol. Deben aplicarse junto a micronutrientes como boro y zinc, que complementan su acción, y en formulaciones estables, con carriers orgánicos que mejoren su absorción y movilización dentro del tejido vegetal.

Factores como la temperatura ambiente, el estado hídrico del árbol, la calidad del mojamiento, el tipo de equipo utilizado y el momento exacto del ciclo son determinantes para lograr una respuesta fisiológica efectiva.

Además, se ha demostrado que los propios granos de polen aportan auxinas al momento de fecundar. Si ese aporte natural es deficiente —ya sea por estrés ambiental o por una baja calidad del polen—, el tubo polínico puede no alcanzar el óvulo o no desarrollarse con la fuerza suficiente, dejando el proceso reproductivo incompleto.

Apoyar con auxinas exógenas, por tanto, es una forma de asegurar que ese paso crítico se complete con éxito.

En este cultivo, donde la fecundación no siempre se traduce en cuaja efectiva, y donde la diferencia productiva puede depender de elongación, el criterio técnico y la precisión hormonal hacen toda la diferencia.

Y es precisamente en esta etapa de cuaja donde puede generarse una sinergia estratégica de alto valor fisiológico: la combinación secuencial y bien posicionada de auxinas con brasinoesteroides.

Estos últimos no sólo estimulan la división y elongación celular, sino que cumplen un rol fundamental en la regulación del balance hormonal interno, la expresión génica asociada al crecimiento y la respuesta adaptativa frente a situaciones de estrés abiótico.

Crecimientos laterales post aplicación de citoquininas.

Aplicados en el momento adecuado —tras la base estructural gene-rada por boro y zinc, y complementando la acción de auxinas—, los brasinoesteroides consolidan el proceso reproductivo, aportando energía metabólica, estabilidad fisiológica y plasticidad celular.

En otras palabras, la auxina abre el camino; el brasinoesteroide lo fortalece. Pero esto no significa aplicarlo todo junto: cada compuesto debe posicionarse en su momento fisiológico óptimo. Primero boro y zinc, para asegurar la integridad floral, activar la germinación del polen y facilitar la elongación del tubo polínico.

Luego auxinas, que no solo complementan ese proceso inicial, sino que también refuerzan la señal hormonal de cuaja, promoviendo la división celular y el desarrollo del ovario fecundado. Y a continuación, cuando ya hay signos claros de inicio de crecimiento, los brasinoesteroides, que consolidan el avance reproductivo aportando resistencia estructural, energía metabólica y estabilidad frente al estrés.

Aunque cada campo tiene su propia realidad, el manejo por etapas hormonales, en función del estado fisiológico del árbol, se perfila como una estrategia racional y cada vez más considerada en huertos que buscan estabilidad productiva frente a la variabilidad ambiental.

Fruta con signos iniciales de cuaja, donde se aprecia una pequeña pepita.

El uso de bioproductos de acción fisiológica —sean extractos de algas, compuestos sintéticos, aminoácidos o mezclas complejas— se ha vuelto cada vez más común en cultivos como el avellano europeo. Y si bien pueden ser herramientas muy valiosas, no todos los productos son iguales. Su efectividad depende de múltiples factores: la
fuentea de la materia prima, el método de extracción, el tipo de compuestos que contienen (fitohormonas, polisacáridos, betainas, etc.), su concentración real y el objetivo agronómico para el que fueron formulados.

Más allá del nombre del producto o su apariencia comercial, lo fundamental es informarse bien: leer etiquetas, consultar el análisis garantizado, entender el propósito de uso y evaluar su compatibilidad con
otros insumos. Además, la respuesta del cultivo depende mucho del momento de aplicación y del estado fisiológico real del árbol.

Aplicar estimulantes vegetales selectivos sin un criterio claro no solo puede reducir su eficacia, sino también generar sobrecostos innecesarios.

En resumen, no se trata de aplicar más, sino de aplicar mejor: con conocimiento, con estrategia y con atención a los detalles que muchas veces marcan la diferencia en campo.

Por eso, la estrategia actual apunta a posicionar moléculas específicas según propósito: auxinas para potenciar la cuaja, brasinoesteroides para estimular división celular y tolerancia al estrés, citoquininas para inducir diferenciación floral, y aminoácidos funcionales que actúen como carriers o fuentes de energía metabólica.

Inicio de formación de
amentos verano.

Porque ya no basta con aplicar “bioestimulantes de amplio espectro” y esperar milagros. El avellano exige lectura fina de su fisiología, entendimiento de sus tiempos dispares, y una formulación ajustada al que, cuándo y para qué.

Hay un instante para todo: para inducir, para reforzar, para diferenciar, para llenar. Y el momento lo dicta el árbol, no la etiqueta del producto.

Así, el boro y zinc foliar dejan de ser rutina y se convierten en puntales de inicio, favoreciendo brotación y activando enzimas clave. Las auxinas, aplicadas justo tras polinización efectiva, actúan como directrices invisibles que conducen la formación del fruto.

Los brasinoesteroides irrumpen como aliados de la expansión celular, especialmente bajo condiciones adversas. Las citoquininas, si se posicionan bien, logran lo más sutil: cambiar el destino de una yema.

Y entre todo, los aminoácidos bien formulados son más que nutrientes: son puentes metabólicos, carriers de iones, soportes enzimáticos y señales ante el estrés. Su efecto depende del equilibrio, la fuente, la concentración y el momento. No basta con aplicar porque “siempre se ha hecho”. La fisiología no se impresiona con modas, se activa con precisión.

Temporada 2024/25 sector tratado con citoquininas la temporada pasada reflejando cantidad de múltiplos de avellanas.

Cuando el fruto ya se en-cuentra en pleno llenado —entre la primavera avanzada y la entrada del verano— ocurre algo fundamental y muchas veces subestimado: el avellano, mientras dedica sus recursos a afirmar su descendencia actual, comienza a proyectar su temporada siguiente.

Es en ese mismo momento, cerca del solsticio de verano, cuando inicia el proceso de diferenciación floral femenina. Es decir, cuando el árbol define cuántas yemas serán reproductivas y cuántas quedarán como estructuras vegetativas.

Sin dejar de lado el comienzo del desarrollo de las estructuras florales masculinas, que también implican un gasto energético significativo y se convierten en una preocupación más para la planta, que lucha por no descuidar ningún proceso.

Ahí radica la importancia de nuestro apoyo técnico: acompañar al árbol justo cuando sostiene múltiples procesos en paralelo, asegurando que cuente con las condiciones y señales necesarias para completar su ciclo sin comprometer su potencial futuro.

Y aquí es donde la estrategia agronómica debe mirar más allá de lo evidente. Porque no solo estamos gestionando el llenado del fruto —con su exigencia hídrica, su alta demanda de potasio, calcio, fotosíntesis y temperaturas favorables— sino también modelando el potencial del año que viene.

Si el árbol ha producido en abundancia, lo ha hecho con esfuerzo. Esa carga frutal voluptuosa representa una inversión fisiológica tremenda.

Temporada 2023/24 a inicios de cuaja huerto adulto tratado con citoquininas la
temporada anterior.

Y si no acompañamos ese proceso con señales claras —nutrición precisa, bioestimulación oportuna, soporte hormonal— el mensaje que recibe el árbol es simple: “produje mucho, me sobre exigí y nadie me ayudó a sostenerlo”.

¿Y qué ocurre cuando llega la hora de decidir su estrategia para la próxima temporada? El árbol ‘responde’ con mesura: reduce su capacidad floral, prioriza reservas y limita su ambición reproductiva. No por falta de genética, sino por un aprendizaje fisiológico: la temporada anterior dio mucho… pero no fue sostenido.

Por eso, si queremos que un huerto mantenga altos niveles de producción año tras año, debemos hacerle sentir que es capaz de lograrlo sin agotarse. Que el sistema técnico lo respalda. Que cada fruto cuenta con el soporte necesario.

Y que, cuando se trata de inducir la floración futura, no solo habrá reservas, sino también las señales adecuadas: citoquininas, aminoácidos funcionales, nutrición foliar estratégica, manejo del estrés térmico e hídrico, y decisiones agronómicas que sintonizan con el reloj biológico del árbol.

En frutales de alta carga como el avellano, la próxima temporada empieza a escribirse cuando aún no termina la actual. Y la diferencia entre un huerto cíclico y uno estable… está en esos detalles invisibles.

Es ahí donde las citoquininas entran con protagonismo. Estas fitohormonas no solo estimulan la división celular: son claves para inducir y diferenciar estructuras florales, favorecer el desarrollo de brotes laterales, e incluso mejorar el calibre final del fruto en desarrollo. Pero, como todo en fisiología, su eficacia depende del momento y
del contexto.

Aplicarlas justo cuando el árbol está tomando decisiones —en ese cruce entre el llenado actual y la planificación repro- ductiva futura— puede inclinar la balanza a favor de una mayor carga floral para la próxima temporada. Y cuando se combinan con aminoácidos de cadena corta, que actúan como carriers y mejoran la penetración foliar y la traslocación interna, el resultado es aún más potente. Es una señal clara, fisiológicamente coherente: estás en condiciones de seguir produciendo, y nosotros te apoyamos.

Porque no se trata solo de aplicar un producto, sino de intervenir en el diálogo interno del árbol. En ese instante en que, silenciosamente, decide su futuro.

Mientras todo eso ocurre —inducción, diferenciación floral, decisiones futuras, señales hormonales— en el mismo árbol avanza otro proceso igual de crucial: el llenado del fruto. Y aquí es fundamental tener claridad, porque, aunque muchas veces se habla de “engorde” como si fuera un concepto único, en realidad son dos procesos diferentes que ocurren en paralelo, sostenidos por nutrientes distintos.

Observación de llenado de pepa homogéneo estrategia correctores nutricionales en fecha y riego.

El potasio es quien organiza la estructura. Regula la turgencia celular, facilita el transporte de fotoasimilados hacia el fruto, y es esencial para una correcta lignificación de la cáscara. Un fruto bien formado, resistente al daño físico, con cáscara firme y uniforme, es reflejo de un buen manejo potásico. No se trata solo de tamaño: se trata de formar una armadura.

El calcio, en cambio, se concentra en la pepa. Participa activamente en la expansión celular, en la estabilidad de las membranas internas y en la síntesis de tejidos de reserva. Es el nutriente que aporta densidad, peso específico y contenido real al fruto. Mientras el potasio fortalece por fuera, el calcio llena por dentro. 

Un déficit de calcio en esta etapa puede notarse al partir la avellana: se observa un hueco en el interior de la pepa, una falta de llenado que, fruto a fruto, se traduce en gramos perdidos, kilos acumulados, y en muchos casos, en la diferencia final entre cumplir o no los objetivos de rendimiento.

Ahora bien, es importante tener claro que el calcio foliar tiene limitaciones fisiológicas: no se redistribuye fácilmente dentro de la planta, ya que se moviliza principalmente por el xilema, y los frutos —al tener baja transpiración— reciben cantidades muy restringidas. Además, una vez absorbido por la hoja, tiende a acumularse en vacuolas o compartimentos internos, donde su traslado hacia estructuras como el fruto es mínimo.

Por eso, su uso debe entenderse como una herramienta complementaria, no sustitutiva. Aplicado en momentos estratégicos, bajo condiciones adecuadas de humedad y en formulaciones fisiológicamente activas, el calcio foliar puede fortalecer la superficie del fruto, mejorar su firmeza externa y contribuir, de manera localizada, a cerrar deficiencias en tejidos en desarrollo. Siempre como parte de un programa nutricional integral que incluya un buen soporte desde el suelo y un acompañamiento fisiológico que mejore la absorción y el transporte interno. 

Ambos deben aplicarse en formas fisiológicamente activas —quelatadas o complejadas, de rápida absorción— y, en momentos críticos, es preferible su uso foliar complementado con un buen soporte radicular. Las condiciones ambientales, la evapotranspiración y el ritmo de desarrollo mandan.

No basta con aplicar temprano ni esperar al final. Sin potasio, no hay firmeza. Sin calcio, no hay peso. Y sin el equilibrio entre ambos, el fruto puede crecer… pero no necesariamente desarrollarse.

Pero no todo es fisiología interna. En este mismo periodo aparecen los enemigos más silenciosos del cultivo: los curculiónidos y las chinches. Y aunque ambos son plagas relevantes, es fundamental diferenciarlos correctamente, porque sus daños son completamente distintos. 

Los curculiónidos, como Aegorhinus albolineatus, Aegorhinus superciliosus y otros, provocan su mayor daño en estado larval. Las hembras ovipositan en el cuello del árbol o en raíces jóvenes, y las larvas, al desarrollarse, destruyen el cuello de la planta desde dentro.

Leptoglossus chilensis, plaga comercial más importante en el avellano europeo a nivel nacional.

El resultado: plantas debilitadas, con muerte regresiva o pérdida completa, especialmente en huertos jóvenes. El daño comercial no es visible en el fruto, pero su impacto es irreversible. Los chinches Leptoglossus chilensis, representan un problema distinto.

Durante el desarrollo del fruto, insertan su estilete a través de la cáscara aún verde, perforando y provocando lesiones internas mediante la inyección de enzimas salivales. Esta acción enzimática desencadena necrosis localizada, deformaciones en la pepa e incluso alteraciones metabólicas que pueden afectar el desarrollo completo del embrión. 

Aegorhinus albolineatus en épocas de apareamiento.

El daño no es visible desde el exterior, lo que lo vuelve aún más problemático: muchas veces el fruto luce
sano, pero al momento de clasificar o consumir, aparecen síntomas como tejido necrótico, malformaciones o sabor amargo. Una pepa estéticamente perfecta por fuera, pero comercialmente perdida por dentro.

Para ambas plagas, la estrategia no puede ser genérica. El control de curculiónidos comienza con el monitoreo de adultos en primavera, manejo del sotobosque y aplicaciones dirigidas incluso a larvas coincidiendo con el ciclo de la especie.

El control de chinches, en cambio, debe coincidir con la etapa de llenado, antes de que la cáscara lignifique, y con aplicaciones nocturnas donde su metabolismo es más bajo, cuando el insecto está expuesto.

En paralelo, las condiciones de verano suelen exponer al cultivo a estrés hídrico, estrés térmico – radiativo. En este
escenario, herramientas fisiológicas como las betaglicinas y el magnesio foliar resultan altamente eficientes cuando se aplican en conjunto.

Las betaglicinas, derivadas de la glicina betaina, actúan como osmoreguladores naturales: estabilizan proteínas y membranas, limitan la pérdida de agua, reducen la síntesis de etileno bajo estrés y mejoran la tolerancia a condiciones adversas. No solo protegen la célula vegetal, sino que optimizan su funciona- miento en momentos donde la planta debe seguir produciendo pese al entorno hostil.

El magnesio foliar, elemento central de la clorofila, potencia la actividad fotosintética, regula el metabolismo ener-
gético y refuerza la síntesis de carbohidratos en momentos de alta demanda. Aplicados estratégicamente, magnesio y betaglicinas forman una dupla clave para mantener el vigor y la productividad bajo condiciones extremas, ayudando al árbol a sostener su desarrollo sin comprometer la calidad del fruto. 

A su vez, el silicio —ya sea en forma de tierra de diatomeas o como silicato puro— entrega un doble beneficio. Por un lado, genera una barrera física protectora sobre la lámina foliar, reduciendo la incidencia de radiación y la transpiración excesiva. Pero, más importante aún, se integra a las paredes celulares, fortaleciendo los tejidos, estimulando rutas de defensa sistémica y mejorando la respuesta antioxidante.

A diferencia de productos reflectantes como las caolinitas, el silicio no solo protege: activa. Cuando se utiliza como formulación micronizada, la tierra de diatomeas actúa además como un controlador físico de insectos de cuerpo blando, provocando deshidratación por abrasión cuticular.

Su efecto es particularmente efectivo en poblaciones de pulgones, reduciendo su presión sin generar resistencia ni dejar residuos químicos. Muchas veces se cae en la tentación de sobreaplicar productos buscando rendimiento, sin considerar que un árbol en condiciones ideales y sin estímulo adaptativo, no se esfuerza por subsistir.

Al igual que los seres humanos, sin desafíos no hay respuestas extraordinarias. El estrés, mientras no sea perjudicial, puede ser una herramienta. Puede inducir reservas, activar rutas metabólicas de defensa y mejorar la eficiencia en el uso de recursos.

Pero para que eso ocurra, deben establecerse límites técnicos claros: no se puede comprometer la calidad final del fruto, ni la productividad sostenida del huerto. Hay procesos que son intransables: mantener el potencial floral, asegurar la firmeza y llenado del fruto, y sostener un sistema sano a nivel de madera, raíces y parte aérea.

La clave está en el equilibrio.

En intervenir cuando corresponde, sin sobre intervenir. En leer al árbol más que al calendario. Y en recordar que la agronomía no es una receta fija, sino una estrategia dinámica que evoluciona junto al cultivo.

Cada hoja, cada fruto y cada yema son el resultado de cientos de decisiones invisibles. No se trata solo de aplicar productos, sino de leer el lenguaje silencioso del árbol, anticiparse a su necesidad y estar presente justo cuando lo necesita.

Porque detrás de cada producción exitosa hay un manejo que entendió cuándo intervenir, cuándo esperar y cuándo simplemente dejar que la naturaleza hable. 

La agronomía moderna no es una acumulación de insumos.  Es una orquesta de señales, momentos y equilibrios.

Es saber que no todo lo que brilla en la etiqueta será útil si no se posiciona con propósito. Y que el verdadero valor de una estrategia está en cómo responde el árbol, no en cuántos bidones cargamos al tanque.

Cultivar avellanos no es repetir recetas. Es acompañar un ciclo vivo, cambiante, sensible. Es saber que un árbol estresado pero contenido puede dar lo mejor de sí, y que el exceso de confort no siempre rinde frutos.

Es encontrar el punto justo entre exigir y sostener. Entre cuidar y dejar que luche. Porque ahí, justo en ese equi-
librio fino, es donde la agronomía deja de ser técnica… y se convierte en el ‘arte del avellano’.

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